sábado, 25 de febrero de 2012

ta febrero 12, 2012. Experimentos con humanos. Federico Reggiani

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Cuadritos, periodismo de historieta

febrero 12, 2012

Experimentos con humanos

Archivado en: Cómic argentino,Especiales — Andrés Valenzuela @ 10:00 am
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Por Federico Reggiani
Edición: Andrés Valenzuela

Fierro, no tan experimental como suele decirse
Circula en ocasiones, impresa o en los pliegues de ese rumor constante que Internet nos enseñó a escuchar, una discusión un poco tonta o un poco vieja: las virtudes o defectos de la “historieta experimental”. Virtudes y defectos: lo experimental era y es insulto o excusa.
Vieja discusión. Alguna vez leí que algún historietista acusaba a la vieja Fierro, aquella de los ’80, por haberse entregado a la experimentación, y que esa experimentación irresponsable y autocomplaciente había expulsado a los lectores que, pobres, son tan tradicionalistas. Extraña hipótesis, por cierto, y por dos razones. Primero, porque no me explico cómo los lectores de, pongámosle, D’Artagnan o Tit Bits, podrían haber sido excluidos de unas historietas que no compraban y probablemente ni sospechaban. Segundo, porque basta ojear un poco aquellos números de Fierro para ver que lo “experimental”, si aparecía, aparecía poco y bien encerrado en el corral destinado a lo joven, al óxido de aquellos fierros.
Y una razón más, aunque prometí dos, pero las razones son así, proliferan y se multiplican, como bien sabe cualquier paranoico, cualquier personaje de Philip Dick o cualquiera de los habitantes de esas señeras instituciones dadas al electroshock y la lobotomía a los que cada tanto quieren desalojar para construir algo más lindo arriba. Una razón más, entonces: lo “experimental”, en aquella Fierro y en muchos otros lados, tiene en sí un cierto perfume antiguo, y un experimento antiguo es por lo menos una extravagancia.
Me explico: muchos “experimentos” a los que se entregan los historietistas son más viejos que tren de manisero y mal podrían sorprender a nadie, puesto que han sido ya normalizados por la televisión desde hace décadas. “¡A dibujar raro!” Pero resulta que las vanguardias plásticas de principios del siglo XX nos acostumbraron a que cualquier cosa puede ponerse en un cuadrado de tela, primero, y fuera del cuadrado, después. Puedo pintar con caca, exponer el inodoro, pintar cuadrados blancos sobre fondo blanco, entintar Mort Cinder con una gillette y escribir que una pipa, señores, era hora de que se diga en voz bien alta, no es una pipa. Y todo se puede exponer en el consultorio del dentista sin mayor escándalo.

Las vanguardias artísticas se adelantaron varias décadas a la historieta
Por el lado de las letras, la cosa no mejora. La literatura lleva más de un siglo alterando el orden “natural” del relato, expandiendo monólogos interiores, bailando con la musiquita de los significantes o entregada al placer del sinsentido. “No ensillaremos jamás el toroso Vaveo/de egoismo y de aquel ludir mortal/de sábana”.
Y la historieta, pobre, siempre a la espera de pescarle la onda a la alta cultura, se esforzaba a veces en dibujos raros, en alanmoorismos, en poesía, y no podía ni escandalizar a un lector de El Tony. Aburrirlo, a lo sumo.
¿Todo esto quiere decir que la idea de “experimento” no sirve? No creo. Por un lado, hay mucho para experimentar –en el sentido en que un nene experimenta con una caja de rasti— con el lenguaje de la historieta. Esas piezas que todos tenemos incorporadas como si fueran las letras del alfabeto se pueden retorcer mucho más de lo que se ha hecho: con los globos, la puesta en página, los grafismos, el modo en que las viñetas se suceden, y también con los temas, los géneros, las miradas.
(Abro paréntesis, porque el paréntesis es el lugar en que el lector saltea: no tengo muchas ganas de pelear. Los lenguajes evolucionan, al menos al ritmo inevitable de la moda. Lo que un lector entendía por “experimental” ayer, hoy puede ser la norma, o incluso el más rancio tradicionalismo. Por eso resulta un poco desalentador ver ciertos intentos por recuperar esa relación mítica de la historieta con sus lectores que parecen suponer que para esos lectores lo “actual” es una Skorpio de 1975: como si no hubieran pasado MTV o Dragon Ball por nuestros ojos, o la historieta mundial hubiera hibernado durante treinta años. Valgan como ejemplos, por recientes, las sorprendentemente añejas tiras del por lo demás interesante experimento editorial de la agencia Telam: como si lo popular no tuviera historia. Cierro paréntesis, vuelvo a mi tema).
Existe, además, otro modo de entender “lo experimental” que me parece, sin dudas, el más interesante. Pensemos: ¿a quién le interesa realmente un experimento? Al científico le interesa sobre todo la salud de la teoría que el experimento le puede obligar a tirar a la basura o, en el peor de los casos, los subsidios que la existencia misma del experimento justifica. Pero nadie publica ni vende ni compra el experimento en sí. Sin embargo, hay alguien para quién el diseño del experimento y su resultado es crucial: el ratón, el conejillo de indias, el mono, el sujeto experimental. Al ratón le importa un pito si el líquido amarillo que acaban de inyectarle sirve finalmente como prueba de algo. Le interesa si al día siguiente va a amanecer con dos cabezas, o con ninguna. El arte experimental es experimental en ese sentido, y diría que el arte que realmente interesa es siempre experimental.

"Lo que un lector entendía por “experimental” ayer, hoy puede ser la norma, o incluso el más rancio tradicionalismo", afirma el columnista invitado
Lo más estimulante que estos tiempos menesterosos tienen para ofrecerle a la historieta argentina es que, por motivos diversos y a la fuerza, toda la historieta se convirtió en experimental, y los historietistas se convirtieron en los ratones de su propio laboratorio. Acá no importa si el modelo es un folletín del siglo XIX o un poema de Vallejo, Velazquez o Mondrian. Importa que a los historietistas no les queda otra opción que hacer de la necesidad virtud, y hacer historietas sin saber del todo qué les espera al final del camino. No sólo qué resultado van a obtener, “la obra”, sino qué les espera como personas.
Vayan dos ejemplos. Los que, al menos para mí, son los mejores libros de historietas del 2011, son dos experimentos muy sofisticados. Me refiero a El cuervo que sabía, de Kwaichang Kraneo y a El Señor y la Señora Rispo, de Diego Parés. Ninguno de los dos parece, a priori, candidato al premio “historietista raro del año”. Kraneo es un narrador cristalino, en la tradición de Caniff o de Mandrafina. Parés construye una versión demente de Patoruzito, pero tan legible como la original. Sin embargo, ambos inventan su sistema de producción y publicación: Kraneo serializa en Historietas Reales el grueso del contenido de su libro (y altera para siempre en el camino la noción de “autobiografía”), Parés se las arregla para encadenar encargos y publicaciones que, misteriosamente, terminan en un libro. Esos libros –que lo eran antes de materializarse en los objetos que fabricó Llanto de Mudo, otro experimento— son el resultado de una apuesta vital de sus autores. Esa apuesta, como debe ser, tiene efectos sobre el resultado, que no se parece a nada.
Historietas que no se parecen a nada, que serán leídas por lectores que no sabemos a qué se parecen. Es un camino tan bueno como cualquier otro, pero que parece más interesante para recorrer.
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